jueves, 3 de enero de 2008

Paraguas: esas armas mortales

¡Feliz año nuevo… y dos días! Dos días en los que pocos españoles han visto el sol. Dos días de lluvia persistente. Dos días en los que ha vuelto a nuestra vida uno de los mayores enemigos del ser humano.

Tiempo atrás, Dios castigó a la humanidad -y animalidad, porque se cargó a todo bicho vivo- con un diluvio… pero no funcionó. Ahora, sin apartarse mucho de ese campo temático, nos ataca con los paraguas: un instrumento ideado para eliminar a la especie humana.

Son distintas las formas que los paraguas tienen de provocar tamaña desgracia. Intentaremos analizarlas una a una. Empecemos por los paraguas de viejo: miden metro y medio de largos y… ¡acaban en punta! ¿Para qué un paraguas tiene que acabar en punta sino para hacer daño? ¿Sus dueños van a practicar lanzamiento de jabalina mientras pasean con La Razón bajo el brazo? No, nada más lejos de la realidad. Todo está pensado, y es que estos paraguas los suele llevar gente “previsora”, esto es, que coge el paraguas aunque no llueva, “por si acaso”… Y precisamente ahí radica el peligro de los paraguas puntiagudos: en estar cerrados. Quienes portan estos utensilios, por alguna extraña razón, olvidan qué llevan agarrado y se comportan como si fuese una inofensiva barra de pan. Estos señores, hipnotizados por la poderosa fuerza que guía a los paraguas a acabar con la humanidad, se los colocan bajo el brazo o los agarran en posición horizontal mientras caminan o se paran en los pasos de peatones, de forma que ataquen donde más duele: en la huevada. ¿Qué mejor modo de evitar la perpetuación de la especie humana que castrando a todos los hombres?

Pero no son estos enormes paraguas los únicos agresivos. También lo son sus opuestos y, al parecer, sucesores: los paraguas plegables. Todos hemos visto a los tiernos infantes, camino del colegio en un día que se prevé lluvioso, agrediendo a sus compañeros con el paraguas. Con sólo apretar un botón, el mástil-proyectil sale disparado hacia una víctima indefensa. “No hacen mucho daño”, pensaréis. Puede que no, pero jode. Y, además, la violencia engendra violencia: estos niños que hoy se “disparan” con su paraguas, mañana lo harán con armas semiautomáticas. Los chavales de Columbine usaban este tipo de paraguas. Si nuestros escolares se comportan así, no podremos huir de la espiral de violencia que lleva a la humanidad de una guerra a otra... y de ahí, a la extinción.

Además, este tipo de paraguas conlleva el riesgo de detonarse solo y agredir al propio portador. Y es que no siempre son “los otros” los principales dañados por nuestros paraguas. Véanse las temibles varillas rotas. Todo paraguas que ha vivido lo suficiente (unos años o quince minutos si se lo hemos comprado a un chino en el metro) sufre de las articulaciones. Sí, como los humanos. No en vano están vivos. Sus “articulaciones” son esos engranajes que conectan las varillas y que, al averiarse, provocan que finos aguijones metálicos apunten al rostro de quien lleva el paraguas… pudiendo provocar lesiones fatales.

Los casos que hasta ahora hemos descrito pueden percibirse como acontecimientos aislados, desgraciados accidentes… aunque sabemos bien que no es así. Podríamos considerar los anteriores como “atentados” de la célula del paraguas. Pero en ocasiones, esa célula acomete una yihad en toda regla y sus acciones se convierten en una guerra, una batalla campal, una brutal contienda. Hablamos, por supuesto, de las calles comerciales en un día de lluvia: todos los humanos se arman con sus paraguas sin ser conscientes de las intenciones de éstos. Cada persona cree luchar por su vida, intenta ganar su batalla… y no piensa en el colectivo, en su especie, que es quien pierde la guerra. Las parejas se pelean porque no caben los dos debajo del paraguas y porque quien lo lleva de los dos, se cubre demasiado. Los bajitos atacan a los más altos con las pequeñas puntas de varilla de sus paraguas. En pasos estrechos, cuando se juntan dos personas, nadie quiere sacrificar su peinado apartando el paraguas para que ambos puedan entrar. En definitiva: “¡El horror!, ¡el horror!”

Ya están advertidos. ¿A quién no le ha desaparecido nunca un paraguas?, ¿no creen que eso ocurre con demasiada facilidad? Pues no es que los hayan perdido: ellos han huido a sus madrigueras a conspirar para acabar de una vez por todas con la humanidad.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

A mí me molesta profundamente usar paragüas, ya que nunca puedo quedar justamente en el medio. Esto se debe a que el palo está en ese lugar, entonces al agarrarlo con una mano quedo más protegido de un lado que de otro. No importa si lo hago con la izquierda o con la derecha, siempre voy a tener un lado menos protegido que el otro. Y ni hablar de cuando la lluvia viene de frente, en momentos así, el paragüas tengo que usarlo como escudo de grupos antimotines, dirigiéndolo hacia adelante para evitar que las gotas golpeen mi rostro.
Ahora bien, también hay gente que usa paragüas para evitar el fuerte sol. Yo creo que en el fondo a la gente le gusta llevar un paragüas encima, se sienten más protegidos (contra la lluvia, sol y niños del cole).
Y dígame de aquellas veces en las que hay que compartirlo, ir junto a una o más personas debajo de la bendita tela para no mojarnos...Es lo peor... En fin, ya me enfandé. Chao.

Don Excmo.

Javi Chan dijo...

Ha dado en el clavo, Don. Excmo: o los paraguas están mal diseñados por tener el palo en el centro o están dirigidos únicamente a enanos siameses unidos por la cadera (lo que, por otro lado, es un campo de negocio aún por explotar)

Álvaro dijo...

Totalmente de acuerdo. Qué artilugio más incómodo. A nada que lleves algo en las manos, no hace más que estorbar. Y si no le estorba al propietario, molesta al resto del mundo. Yo hasta ahora sólo me había fijado en el detalle de las señoras bajitas que se cubren con su paraguas y se ponen a andar sin mirar, exponiendo a cualquiera que mida veinte centímetros más a perder un ojo. Yo, en ese sentido, no me corto, y cuando voy andando, aparto los paraguas con la mano, y si la gente se moja, que se joda, que mis ojos son antes. Por no hablar del egoísmo absurdo de los paraguáfilos, que, no contentos con amenazar a la humanidad con sus armas, a los demás no quieren dejarnos ni la protección de las cornisas, y caminan por los soportales con su paraguas abierto, pretendiendo quizá que seas tú (que no llevas paraguas)quien camine bajo la lluvia.

Vamos, que me has tocado la fibra sensible.

*Mejorquebien dijo...

Yo nunca me he llevado nada bien con el susodicho. Creo que nuestra mutua enemistad comenzó en la escuela, cuando todavía era "la niña pegada a un mochilón". En los días de lluvia mi madre me equipaba con botas de agua, chubasquero y, para colmo, paraguas. Claro, un paraguas XXS, enano, mínimo, "escuchurrimío", vamos, que me tapaba lo que viene siendo na' y menos. Pero mi madre erre que erre con la obsesión esa de "cúbrete la cabeza que vas a pillar un resfriado". Cuando, en realidad, los mismos chorros acumulados de agua deslizándose por la estructura de mi piragüillas me calaban hasta lo más profundo de las entrañas. Y, para colmo, mi gran mochila siempre terminaba chorreando por culpa de estúpido diseño de aquel objeto. Y yo con una tiritera que no se me pasaba en todo el día.
Al recordar esto me he dado cuenta de que cuál es el motivo por el que siempre me dejo el paraguas en cualquier sitio o me olvido de cogerlo al salir de casa. No es porque tenga mala memoria, es porque mi inconsciente lo repele cual AUTAN a los mosquitos.